El Arte de Escuchar

“La música es la melodía cuyo texto es el mundo.”
— Arthur Schopenhauer

La música y la vida

La música avanza sin detenerse. Incluso cuando se posa en una sola nota o se sumerge en el silencio, todo sigue en movimiento: el sonido se transforma, se apaga, respira distinto. No hay un solo instante idéntico al anterior. Cada momento sonoro es único, frágil y cambiante. Por eso la música nos recuerda algo esencial: vivir es también un fluir constante, una forma de estar presentes en lo que cambia. La música no solo acompaña la vida: la refleja y la encarna.


Escuchar música es aprender a habitar el tiempo: un tiempo que no se puede atrapar, pero sí sentir. Es vivir cada nota como si fuera la única, porque lo es. En la música no hay posibilidad de detenerse. Cada sonido, cada silencio, cada respiración del ritmo nos enseña a estar presentes. No desde la mente que calcula, sino desde el alma que siente. Y al escuchar así, aprendemos también a vivir: a entregarnos al flujo incesante de la existencia con atención, con presencia y con humildad.


Este concierto nace desde ahí: desde la certeza de que la música, cuando se la escucha con todo el ser, puede enseñarnos a vivir. Que puede hacernos más humanos, más sensibles, más cercanos a nosotros mismos y a los demás. En un mundo que a veces se vuelve sordo a la experiencia, la música puede ser un camino para volver a sentir.


Las dos condiciones del arte de escuchar

Escuchar con profundidad e intimidad, va más allá de los estudios musicales o de la formación técnica. Apreciar la música es una capacidad humana, no un privilegio de los “cultos”. Para dejarse tocar por el sonido, para permitir que llegue hasta nuestras fibras más sensibles, se necesitan dos condiciones esenciales: atención plena y apertura a la experiencia. Las mismas que nos permiten habitar la vida con presencia y sentido.


La primera es la atención plena. El pianista Daniel Barenboim lo resume con claridad: para escuchar música, hay que agarrarse de la primera nota y no soltarse hasta la última. Esa decisión de quedarse, de no escapar, de dejarse llevar, es cada vez más rara en un mundo que empuja a la distracción. La mente divaga por naturaleza: salta, anticipa, recuerda.


Pero si devolvemos con amabilidad la atención al presente —una y otra vez— algo se transforma. No se trata de controlar el pensamiento, sino de entregarse al momento, al sonido en evolución. Y en esa práctica honesta y silenciosa se entrena también una forma de vivir.


La segunda condición es la apertura a la experiencia. Escuchar es permitir que la música nos atraviese tal como es. No solo cuando es dulce o emocionante, sino también cuando duele, incomoda o despierta memorias inesperadas. Lo mismo ocurre con la vida. Lo que la enriquece no es solo lo placentero, sino la posibilidad de sentirlo todo. Cada emoción —tristeza, ternura, rabia, calma— tiene algo que mostrarnos. Y cuando intentamos filtrar, evitar o controlar lo que sentimos, comenzamos a tapar el sonido real de las cosas.

Uso el término “sordinas” para describir ese fenómeno. En el piano, la sordina (pedal izquierdo) amortigua el sonido. En la vida, nuestras sordinas aparecen cuando empezamos a defendernos del dolor o a protegernos de sentir. Nos volvemos un poco sordos. No escuchamos con claridad lo que ocurre dentro ni fuera de nosotros. Y así como en la música una sordina puede restarle nitidez al sonido, en la vida puede alejarnos de la experiencia.


Escuchar profundamente, entonces, es un acto de transformar las sordinas, no de quitarlas. Porque esas barreras también tienen algo que decirnos: hablan de lo que tememos, de lo que nos ha dolido, de lo que aún no hemos podido mirar. Escuchar es permitir que esas capas se ablanden, que revelen lo que tienen para mostrar, y que se conviertan, poco a poco, en parte del sonido mismo: no como obstáculo, sino como materia sensible de nuestra propia escucha.


Estas dos condiciones —atención y apertura— no son técnicas, sino gestos interiores. Y como todo gesto interior, pueden cultivarse. La música nos ofrece un terreno fértil para ello. Nos da el ritmo, el sonido y el instante. Solo hace falta quedarse… y escuchar.


El oyente como artista

El arte es una vía hacia lo más profundo de lo humano. Una experiencia en la que la belleza se vuelve acceso a nuestra verdad interior. No es solo forma, técnica o lenguaje: es emoción, recuerdo, sensación y presencia. Es aquello que, sin hablar, nos toca y nos transforma. Un espacio donde lo estético y lo humano se encuentran. Un lugar de resonancia, comunión y revelación.


Por eso, el arte no es solo creación: también es encuentro. No pertenece solo a quien lo produce, sino también a quien lo acoge con sensibilidad. La obra se completa cuando alguien la escucha, la mira y la siente. Cuando alguien se deja afectar. Escuchar con atención una obra es un acto creativo. El oyente, lejos de ser espectador pasivo, es parte activa del fenómeno artístico.


Escuchar es interpretar. Escuchar es entregarse. Y esa entrega transforma la música, porque cada escucha le da nuevo sentido, y transforma al que escucha, porque lo pone en contacto con su interioridad. Escuchar con profundidad, entonces, es también una forma de conocerse.


Para eso es necesaria la apertura. La misma de la que hablábamos antes: permitirnos ser tocados por la experiencia, incluso cuando incomoda, incluso cuando despierta zonas que queremos evitamos. Escuchar, en este sentido, es abrirnos a lo que somos, sin adornos: nuestras sombras, emociones, historia. Es un acto de honestidad, como mirarse de frente y sin juicio. Es abrazar lo que hemos ocultado. El oyente es artista porque, al abrirse así, también crea: crea un lugar donde el arte puede vivir.


Por eso creo que un concierto no debe ser solo espectáculo. Es un ritual. Un espacio donde nos reunimos a invocar, a través del sonido, algo más grande que nosotros. En ese flujo de ritmo constante, se revela no solo la música, sino el pulso del universo. Y en ese entretejido invisible, lo humano se encuentra con lo universal.


Al escuchar juntos, colaboramos en la creación de un espíritu colectivo que no se ve, pero se siente. Una presencia sutil, casi mágica, que habita el espacio cuando nos conectamos desde lo profundo. No tiene nombre, pero todos la reconocemos cuando sucede. Ese es el verdadero poder del arte: reunirnos en torno a lo invisible. Y ese es también el poder de la escucha: hacer de cada uno un artista de lo sensible.


El intérprete como canal

Tocar es abrirse y disponerse a ser un canal por donde la música pasa. Es permitir que el sonido surja desde dentro, que se forme en el cuerpo y se proyecte más allá. Es dejarse tomar por el ritmo, por el instante, por algo más grande que uno.


Tocar no es demostrar. No es ejecutar con destreza ni control. No se trata de hacer sonar las notas con perfección externa, sino de permitir que el sonido, tal como es en cada momento, viva y tenga su espacio. Para eso, el trabajo del intérprete no es solo técnico: es también interior.


Pero para llegar ahí, hay un camino previo. Un camino exigente, hecho de estudio, repeticiones, decisiones y control. Tocar con libertad requiere haber entrenado con rigor, haber sostenido la atención durante horas, días, meses, hasta que cuerpo y música se vuelven uno. Solo entonces, en el concierto, es posible soltar. Dejar de pensar. Confiar.


Y cuando eso sucede —cuando la música realmente se manifiesta—, a veces siento que no soy yo quien toca. O no al menos el yo cotidiano. Es como si otra parte de mí —más profunda, más libre— tomara el mando. A esa parte la llamo el David del Más Allá. No porque venga de otro mundo, sino porque surge cuando logro no obstaculizar su ejecución. Cuando la conciencia se vuelve presencia, y la presencia se vuelve espacio.


Ese David no necesita controlar ni ser controlado. Solo estar y fluir. Y cuando aparece, yo, que también estoy en escena, me transformo: ya no soy quien toca, sino quien escucha. Me vuelvo un espectador más. Me uno al público en el asombro, en la escucha, en el silencio compartido.


Tocar, entonces, es también un acto espiritual. Porque implica soltar el yo que quiere lograr y demostrar, y entregarse al instante que simplemente es. El intérprete no crea el milagro, pero puede estar ahí para recibirlo.

 

El repertorio como espejo

El repertorio de un concierto no es solo una sucesión de obras. Es una constelación simbólica, una arquitectura sonora que refleja los paisajes interiores del intérprete y propone, a la vez, un viaje para quien escucha. Más que una selección de estilos o épocas, este repertorio ha sido pensado como un espejo: uno que muestra lo que somos, lo que recordamos, lo que anhelamos y compartimos, sin necesidad de palabras.

 

Primera parte: Sobre la belleza y su contemplación

La Mazurka de salón de Teresa Carreño, compositora venezolana, abre el concierto como se abre la puerta de un salón antiguo. El sonido se vuelve un espacio elegante: un baile del siglo XIX, refinado y sensible. Una danza contenida, adornada por la belleza romántica de una mujer que supo abrirse camino como pianista y creadora en un mundo de hombres. La obra saluda con cortesía, desde el corazón.


El Vals d’Amélie, de Yann Tiersen, nos conduce a una ensoñación: es juego, ternura y nostalgia. Música que camina de puntillas, que no pesa. Recuerda las fantasías sencillas de lo cotidiano y evoca una infancia que aún habita en nosotros. Nos invita a volver a mirar lo pequeño con asombro.

 

Con el Notturno de Ottorino Respighi, la noche cae no como amenaza, sino como misterio. Esta obra impresionista —como los cuadros del mismo estilo— no dibuja con líneas precisas, sino que sugiere: pinceladas sonoras que crean un espacio íntimo y flotante. El sonido se vuelve bello en sí mismo, sin forma definida. Una música que respira despacio y nos pide escuchar lo que suele pasar desapercibido.


Los pasillos ecuatorianos —Pasional y El espantapájaros— evocan nuestra memoria colectiva. En ellos, la belleza no es solo forma, sino emoción. Una belleza nostálgica, que canta desde el recuerdo, desde las calles de la infancia, desde la voz de los abuelos. Desde lo que se ha ido y, sin embargo, queda.

 

Les Cyclopes, de Rameau, nos lleva al mundo barroco, pero no a un palacio, sino a las montañas. Esta obra evoca el canto de los cíclopes mitológicos trabajando en sus cuevas. En el ritmo firme, casi marcial, se sienten los martillazos, el eco retumbando en cavernas invisibles. Una música que pulsa desde lo ancestral: fuerza de trabajo transformada en danza.


Y luego, como un volcán que despierta, llega el Scherzo No. 2 de Chopin. Obra monumental, de contrastes extremos. A momentos, catarsis emocional; a momentos, canto delicado y confesional. Un viaje completo: abismo y respiro, sombra y luz. Una travesía donde lo humano se vuelve música sin reservas.

 

Segunda parte: Sobre la fiesta y su esencia

Después del descenso a la interioridad, la segunda parte se abre como una fiesta. Pero no una fiesta superficial: una celebración de lo humano que ha atravesado sus sombras.


El Rondo Capriccioso de Mendelssohn marca el umbral. Obra virtuosa, demandante, con contrastes que van del susurro al estallido dulce y agitado. Juega y desafía, seduce y arremete. Como la vida cuando se baila con libertad.

 

Corazón de Niño, de Raúl Di Blasio, nos recuerda la ternura. Es sensibilidad abierta. Una pausa dulce antes de entrar al goce más corporal. El Choclo, Se dice de mí y El Cuartetazo nos sumergen en el ritmo del deseo, el humor y el baile. Obras que no temen ser populares, porque en lo popular también habita lo profundo.


Y finalmente, el alma del territorio: los géneros ecuatorianos. El albazo, el sanjuanito, el pasacalle, la danza de guerra… no están como folclore, sino como memoria viva, como ritual compartido. En ellos, el cuerpo pide movimiento: pisa, gira, late. Y así, el concierto se transforma en una fiesta colectiva para recordar danzando.

 

Este no es solo un concierto sobre música, sino una forma de recordarnos que vivir —como escuchar— es un arte que se cultiva con presencia, con entrega y con humanidad.